Se despierta con los rayos de luz solar atacando la
fragilidad de sus párpados, iluminando cada surco violáceo que corre como ríos
por su delgada piel, translúcida. Tanto que, si fueses una mota de polvo que se
parase en sus pestañas, lograrías ver el lago verdoso que rodea un profundo pozo
negro. Pero su lago últimamente padece de sequía, y cuando abre los ojos no veo
en ellos el destello de las escamas de los peces que bailan brillantes al toque
del sol. No veo las ondas del agua que causa el viento de la ventana. No veo
moverse la calidez dorada cada vez que se gira.
Me mira sin verme, como si toda
esa agua estuviese evaporándose, gris como su alma, y no le permitiese mirar
más allá de la neblina.
Me mira como si quisiese estirar la mano y amarrarse
cual barco a su puerto y no pudiese seguir remando, anclada en mitad de ese
lago. Anclada en una vida que si no es suya no es de nadie, porque ni yo mismo
me atrevo a respirar cuando despierta. Ya no me atrevo a reír, por si el sonido
alterase a todas las aves que se posan en la tranquilidad acuática para pescar,
huyendo como huye ella desde hace años.
Yo conocí su luz, acaricié sus olas con
la punta de mis dedos y besé la tierra rica que baña su cuerpo. Y ahora solo
queda un gris verdoso, una mano pálida que se agarra a las sábanas y un cuerpo
que amenaza con quebrar sus huesos a cada paso.
Lo que siento cuando leo dicho relato es que algo que conocías cambia y se convierte en tu agujero negro
ResponderEliminar¡Gracias por tu opinión y por leerlo!
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